Hoy por la madrugada me despertó un ruido en el techo. Aparté de mi lado a mi waifu-almohada recién culiada, introduje mis nalgas obesas y desnudas en mis calzones de naruto tiezos por el semen que me limpiaba en ellos, tomé mi revolver cargado y lo guardé en el elastico de mi ropa interior, al lado de mis ocho centimetros de erección. Después de reuinir la fuerza necesaria para levantar mis gordas llantas de guata empapadas en sudor y mugre, bajé las escaleras de mi casa y salí al frente por la puerta principal. Me paré en medio de la calle. El tatuaje de Pepe la Rana en mi pecho, estirado por la prominente grasa acumulada en mi seno heterofemenino, hacía alarde de su elegancia y glamour a los cuatro vientos y al universo entero. Giré despacio sobre mi eje observando todas las casas de mi vecindario marginal y me detuve otra vez frente a la mia. Saqué el arma de entre mis huevos con perfume de queso y vacié el cargador al aire, con toda mi furia, para espantar a las feministas posmodernas que practicaban sus actividades lesbicas en el techo de mi morada.