CUando se vive algo muy traumático, el cerebro no tiene recursos para asimilarlo de manera proporcional, por lo que te queda alojado por así decirlo «sin referencia» o de manera arbitraria en la memoria, pero sin ligarlo a emociones. Una vez que empiezas a darle rodeos y a rumiar el asunto, o incluso hasta repetirlo sin explicárselo no tanto rodeo sino solo recordarlo una y otra vez en bruto, te llega el valor de la experiencia.
La experiencia por lo general no es inmediata. Suele ocurrir que quienes lloran de inmediato en funerales o en sucesos traumáticos es porque ya tenían una carga moral importante de penurias en espera del momento adecuado para expresarlas, hallando la ocasión, como es claro, en aquellas tristes eventualidades. De alguna manera las películas y el drama en general está un poco hecho para eso, para convencerse de cómo deben comportarse las emociones, de modo que con justicia a quien no llore o sienta auténtica pena por tragedias reales, se le puede tildar de raro no porque sea malo sino porque no fue entrenado en los tiempos convenientes de su vida para actuar pertinentemente a los contextos. Suena muy analítico quizás lo que digo pero, como fuere, se ve feo y deslegitima a la persona el ser un rarito porque de ahí se deduce la deflación en su ética personal del valor humano de los otros y por ende del salir adelante según las buenas costumbres de la simpatía, amistad y filiación.