1 :
confesiones. Parte primera.
: 22/01/17(dom)20:27:04
ID:39YGZV9I0
Flora.
Eran hermanas y muy salvajes; quiero decir, indiciplinadas. No me gustaban nada. Eran demasiado rudas y audaces y mezquinas. Sin embargo me servían. Acostumbraban a desnudarse, ponerme en la cama y una de ellas frotaba vaselina o una especie de grasa entre mis piernas, y la otra miraba hasta que llegaba el turno. La sensación de estar siendo mirado era casi tan buena como la de ser frotada. Realmente, era incapaz de analizar por qué y para qué sucedían esas cosas. Sólo sabía que me gustaban.
Después vinieron chicas mayores. Cuando tenía unos quince años, una me llevó a su habitación y cerró la puerta con llave. Era como una especie de guardarropa, pequeño y muy oscuro. Por entonces yo era lo bastante grande como para cmprender qué estaba haciendo. Puso mi mano en su sexo y la toqué tan bien como pude. Sé que me gustaba hacerlo. Naturalmente ella estaba totalmente desarrollada y de alguna manera esto aumentaba mi placer. Me perjudicó en el sentido de que solía pensar en ello, deleitarme con ello, gozar mis ideas lúbricas...bueno, quince años son demasiado pocos como para eso, especialmente porque yo no necesitaba estímulos.
-¿Por qué no habías de necesitarlos?- pregunté sin poder contenerme.
-Pporque ya me inclinaba demasiado por ese camino- contestó.
-Tanto mejor- continué-.No puedo comprender la condena implícita.
-Tampoco yo -dijo-. Es simplemente hábito, la manera acostumbrada de pensar y hablar.
Tú quieres saberlo todo:¿son los deseos de las muchachas tan diversos como los de los chicos? Sí, y creo que tan fuerte como los de ellos. Cuando era una jovencita y me sentía atraida por un hombre, un completo extraño, alguien que me demostraba su deseo, en el tranvía o en cualquier otra parte, solía cruzar las piernas y apretar los muslos hasta que me venía, exactamente igual que si hubiera usado la mano. A menudo estaba toda mojada. !Bueno, ahí tienes la verdad! (...)
cuando esa mañana el jardinero me dejó en la habitación, observé lo fina que eran las sábanas y qupe bonitos cuadros había. <<¿cuándo vendrá?>> me preguntoe. <<¿qué hará?>> y tenía el corazón en la boca.
Antes de que entraras a verme, la esperanza me hacía vibrar. Me arrojé sobre la cama y pensé en hacerlo y me provocó gradualmente ese sentimiento que exige satisfacción, de modo que me satisfice tocándome...esperándote a tí, amor, a tí.
Dices que no te he contado nada sobre los hombres, pero realmente no tengo experiencias de que contarte hasta que vine aquí. Mi madre no se cansaba de advertirme hablandome de las consecuencias y estaba presente siempre el riesgo de quedar embarazada.
En el pueblo, veía a menudo hombres que hubieran podido gustarme, pero nosotros vivimos en el campo y hasta que llegó tu jardinero y me habló y me aseguró que no habría riesgos y sí mucha diversión, nunca me habría entregado a un hombre. Tú eres el primero, y lo sabes, ¿no es así, querido?
El verano pasado, un tipo joven solía venir del pueblo y acostumbrabamos a dar largos paseos. Decía que me amaba y me tocaba los pechos y trataba de excitarme de mil maneras distintas, pero cuando le hablé de casamiento, huyó. Los hombres quieren placer y nada de ataduras y no los culpo. Si yo fuera hombre haría lo mismo. Somos nosotras, las mujeres las que corremos el riesgo. Pero no contigo, querido.
Ahora siento a menudo esos besos largos que me das en los pechos, y cierro los ojos y me entrego.
El amor es lo mejor del mundo (...)
2 :
Crítico despiadado de todo lo existente
: 23/01/17(lun)02:03:13
ID:CdT0hLa80
Quiero que quede constancia de que siempre leo tus kopipes y que más de una vez (2 veces para ser exactos) me masturbé. Aun recuerdo mis primeras pajas literarias, una gran época.
Adriana
El relato de Adriana se parecía mucho al de Flora en lo referente a los primeros años, pero al comienzo más extrovertida.
-Pasión...yo estoy hecha de ella, es como un potro salvaje, loco indomable, rápido, impulsivo...y sin embargo soy emotiva. La poesía, el violín, "llamas en los cielos crepusculares", todo eso me hace brotar lágrimas en los ojos, el murmullo de un arroyuelo, el follaje de los árboles, los libros, los cuadros...un mundo profundo y dulce.
Por supuesto, fue una chica mayor la que me inició en la sensualidad. Creo que nunca me tocó. Fue más bien un asunto de ella, pero lo que le hacía le producía placer. Claro que no sabía por qué quería hacerlo. Me gustaba y eso era suficiente para mí (...)
De los doce a los catorce años estuve en la escuela y me apasioné con una de las muchachas mayores. Y aunque yo me hubiera estremecido ante el simple contacto de sus deseos, aunque fuera en mi mano, ella jamás me prestó la menor atención. Yo temblaba con sólo verla, y si pasaba junto a mí y me rozaba, mi corazón saltaba. Pero esa especie de admiración al héroe es muy habitual en la escuela.
Una noche, una compañera de mi edad me sorprendió al pedirme que fuera con ella al baño. Yo fuí, con curiosidad. Cerró la puerta con llave y después, de manera descarada me pidió que la tocara. Lo hice y ella me tocó a mí. Estabamos muy excitadas, pero nos interrumpieron, y no sé por qué nunca volvimos a intentarlo.
Me preguntas si me excito a mi misma (...) acostumbraba a hacerlo todos los sábados por la noche. Así que tenía una orgía una vez por semana: era espléndido. Acostumbraba a pensar en algún hombre que me hubiera gustado y me hubiera manifestado sus deseos y empezaba.
Un día, en el tranvía, subió un hombre vulgar que se sentó frente a mí. De pronto, noté que sus pantalones estaban desabotonados y vi su sexo. Al principio, sentí enojo: tan sucio y vulgar era. Pero a medida que le echaba miradas cautelosas, comencé a excitarme muchísimo. Crucé las piernas y apreté el sexo y me corrí. No pude evitarlo. Cuando bajé estaba empapada...hasta las rodillas.
Me preguntas por mis sentimientos. Por lo general me corro muy pronto. Pero todo depende de cómo esté. Si no hay una buena atmósfera (debería decir una "mala"). me lleva más tiempo, pero si estoy realmente apasionada, casi lasciva, me basta con un minuto. Y puedo volver a hacerlo tal vez hasta tres veces, pero éste es el límite. Después se me aflojan las piernas, así que me doy cuenta de que ya no puedo. De todos modos, no podría hacer más que eso.
No hay goce que sea igual al anterior. Pronto se aprende la diferencia. Por supuesto, todos se repiten, pero nunca uoi después del otro y a veces el favorito es el menos frecuente. Es cuando mis músculos se estiran y se ponen rígidos. Pueden pasar días sin que ocurra, y hasta semanas.
Como es natural, me puse a trabajar en seguida para producirle a Adriana ese paroxismo rígido, y no me resultó difícil.
-No podrías hacerlo otra ve- dijo, pero en diez minutos le probé que podía hacerlo tan a menudo como lo deseara. En realidad, después de llevarla al paroxismo tres o cuatro veces, rompió a llorar y a reír en una especie de histeria salvaje que me llevó horas calmar.
Clara.
Quieres saber si me he tocado. Claro que sí, todas las chicas lo han hecho. Si dicen que no, es que mienten, las estúpidas. ¿Por qué no habríamos de gozar, si es tan fácil?
Recuerdo que una vez mi padre me llevó a una galeria de cuadros en Génova. Me gustaron muchos los cuadros. Había uno de un hombre joven que me miraba directamente a mí. A la mañana siguiente, me escapé y volví a la galería, a ver el retrato de mi amante. No pude evitarlo. Me senté en un banco que había frente al retrato, crucé las piernas y me apreté el sexo hasta que me mojé. Y esa noche, al acostarme, pensé en él, en sus piernas maravillosas y sus grandes ojos, y me toqué con la mano, fingiendo que era él y me vino una y otra vez, hasta que al final estaba tan enloquecida que tuve que parar para no gritar. Pero hay muchas chicas así.
Creo que fuí una de las pocas que dejó que un chico la poseyera una y otra vez. No podía resistirme. La verdad es que los deseaba tanto como ellos a mí.
Descubrí que en muchos sentidos Clara era la más deliciosa de todas. Realmente, no tenía reservas y le gustaba mostrar su sexo y hablar de las sensaciones intensas que conocía en los términos más crudos. Pero nunca inventó ni embelleció nada y era muy atractiva esa simplicidad de la verdad. Por ejemplo cuando decía: "Cuando me posees, siento estremecimientos que bajan por mis muslos hasta las rodillas", era claro que estaba desccribiendo una experiencia personal inmediata, y cuando dijo que con sólo oír mi voz en la villa su sexo se abría y se cerraba, supe que era verdad. Y poco a poco, esta verdad de las sensaciones recípocras fue creciendo en mí hasta que yo también fui ganando por la novedad de la emoción. Clara era la amante más deliciosa de todas.
Harris, Frank. "Mi vida y mis amores".
5 :
De lo profano y lo sagrado
: 30/01/17(lun)22:07:08
ID:5vfmgRVP0
Susurros, timidez, y un compromiso,
cantamos al amor y hacemos promesas para tres vidas venideras.
Podríamos caer en el camino de las bestias mientras aún vivimos,
pero yo superaré en pasión al cornudo abad de Kuei.
La ciega Nori canta conmigo noche tras noche
bajo la colcha, como patos mandarinos, charlando íntimamente
prometiéndonos estar juntos hasta la llegada de la salvación
de Maitreya.
En el hogar de este viejo buda todo es primavera.
Los dicípulos de Rinzai no entienden el Zen,
la verdad pasó de largo ante este burro ciego.
Hacer el amor durante tres vidas, diez eternidades;
la brisa de una noche de otoño de miles de siglos.
Caminando en sueños en el jardín de la hermosa Mori,
una flor de ciruelo en la cama, fe en el corazón de la flor,
mi boca está llena de la fragancia pura de este arroyo poco profundo.
Anochece y las sombras de la luna aparecen mientras cantamos nuestra nueva canción.
Ikkyu, poeta chino o japonés (?)
Existen diez cambios en el estado natural de un hombre que han de ser tomados en cuenta. El primero, cuando está en jm estado de Dhyasa, sin saber qué hacer excepto ver a una mujer en concreto. El segundo cuando su mente divaga, como si estuviera a punto de perder el sentido. El tercero, cuando está abstraído pensando cómo cortejar y conseguir a la mujer en cuestión. El cuarto, cuando pasa noches enteras sin dormir. El quinto, cuando su mirada se vuelve ojerosa y su cuerpo demacrado. El sexto, cuando se siente cada vez más avergonzado y cree perder el sentido de la decencia y del decoro. El séptimo, cuando sus riquezas se van volando. El octavo, cuando el estado de embriaguez mental roza la locura. El noveno, cuando aparecen síncopes. Y el décimo, cuando se encuentra a las puertas de la muerte.Que estos estados son producidos por la pasión sexual puede ilustrarse con un ejemplo tomada de la historia de los días pasados. "Había una vez un rey llamado Puruvana, hombre devoto, que entró en tal sucesión de mortificaciones y austeridades que Indra, Señor del Cielo Inferior, temía que pudiese ser destronado. Así que el dios, para poner fin a estas penitencias y otros actos religiosos, envió a Urvashi, la más encantadora de las Apsaras, desde Svarga, su propio cielo. Tan pronto el rey la vio, se enamoró de ella, y sólo pensaba, de día y noche, en poseerla, hasta que por fin la consiguió y ambos pasaron mucho tiempo disfrutando del placer de la unión carnal. Al cabo de poco, Indra, que recordaba a la Apsara, mandó a su mensajero, uno de los Gandharvas (poetas celestiales), al mundo de los mortales y la hizo volver. Inmediatamente después de su partids, la mente de Puruvara empezó a divagar; ya no pudo concentrar más sus pensamientos en el culto y estuvo a punto de morir"!Ved pues, a qué estado llegó este rey por pensar demasiado en Urvashi! Cuando un hombre se ha permitido dejarse llevar por el deseo, debe consultar a un médico y los libros de medicina que tratan de este tema. Y si llega a la conclusión de que morirá a menos que posea a la mujer del vecino, debería, para conservar su vida poseerla una vez y sólo una. No obstante, si no existiera tal causa perentoria, no se le justificaría el poseer a la mujer de otra persona sólo por placer y satisfacción de su lasciva.Además, el libro de Vatsyayana, el Rishi, nos enseña lo siguiente: supongamos que una mujer, habiendo alcanzado la lozanía de su edad, se enamora locamente de un hombre y, ardiente pasión, cae en los diez estados anteriores descritos, pudiendo morir presa del frenesí si su amado rehusa tener relaciones sexuales con ella (?). En estas circunstancias el hombre, tras haberse dejado importunar un poco, debería comprender que su rechazo le costará a ella la vida; debería, por lo tanto, disfrutar de ella en una ocasión, pero no siempre.
Kalyana Malla, Ananga-Ranga.
Los jóvenes homosexuales y las muchachas amorosas,
y las largas viudas que sufren el delirante insomnio,
y las jóvenes señoras preñadas hace treinta horas,
y los roncos gatos que cruzan mi jardín en tinieblas,
como un collar de palpitantes ostras sexuales
rodean mi residencia solitaria,
como enemigos establecidos contra mi alma,
como conspiradores en traje de dormitorio
que cambiaran largos besos espesos por consigna.
El radiante verano conduce a los enamorados
en uniformes regimientos melancólicos,
hechos de gordas y flacas y alegres y tristes parejas:
bajo los elegantes cocoteros, junto al océano y la luna
hay una continua vida de pantalones y polleras,
un rumor de medias de seda acariciadas,
y senos femeninos que brillan como ojos.
El pequeño empleado, después de mucho,
después del tedio semanal, y las novelas leídas de noche,
en cama,
ha definitivamente seducido a su vecina,
y la lleva a los miserables cinematógrafos
donde los héroes son potros o príncipes apasionados,
y acaricia sus piernas llenas de dulce vello
con sus ardientes y húmedas manos que huelen a cigarrillo.
Los atardeceres del seductor y las noches de los esposos
se unen como dos sábanas sepultándome,
y las horas después del almuerzo en que los jóvenes estudiantes,
y los jóvenes estudiantes, y los sacerdotes se masturban,
y los animales fornican directamente,
y las abejas huelen a sangre, y las moscas zumban coléricas,
y los primos juegan extrañamente con sus primas,
y los médicos miran con furia al marido de la joven paciente,
y las horas de la mañana en que el profesor, como por des-
cuido,
cumple con su deber conyugal, y desayuna,
y, más aún, los adúlteros, que se aman con verdadero amor
sobre lechos altos y largos como embarcaciones:
seguramente, eternamente me rodea
este gran bosque respiratorio y enredado
con grandes flores como bocas y dentaduras
y negras raíces en forma de uñas y zapato
Pablo "El Vate" Neruda, caballero solitario.
Pucha
>>1 lo siento, pero leí "indiciplinadas" y las faltas de ortografía me bajan la pichula de una.
(Lo que empieza como erección acaba como tragedia)
Connie se agachó frente a la última jaula. Los tres polluelos habían entrado. Pero sus cabecitas asomaban todavía abriendose paso entre las plumas amarillas para retirarse de nuevo. Luego una sola cabeza aventurándose a mirar desde el vasto cuerpo de la madre.
-Me gustaría tocarlos- dijo, metiendo los dedos con prudencia entre los barrotes de la jaula.
Pero la gallina madre le lanzó un picotazo feroz y Connie se apartó temerosa y asustada.
-¡Cómo quiere picarme! ¡Me odia!- dijo con voz desconcertada-. ¡Pero si ni voy a hacerles ningún daño!
El hombre, que estaba de pie a sus espaldas, rió, se agachó a su lado con las rodillas separadas y metió la mano en la jaula con una firmeza llena de tranquilidad. La gallina le lanzó un picotazo, pero no tan feroz. Y lentamente, suavemente, con dedos seguros y amables, tentó las plumas y sacó en el puño cerrado un polluelo que cacareaba débilmente.
-¡Aquí está- dijo, extendiendo la mano hacia ella.
Ella cogió aquella criatura parduzca entre sus manos y la vio quedarse allí sobre sus patitas imposiblemente finas, como un átomo de vida en equilibrio temblando sobre la mano a través de unos pies minúsculos y casi sin peso. Pero lenvantó valientemente la cabecita, hermosa y bien formada, miró fijamente alrededor y emitió un pequeño "pío".
-¡Qué adorable!- dijo ella en voz baja.
El guarda, agachado a su lado, observaba también con una expresión divertida al polluelo que tenía entre sus manos. De repente vio que una lágrima caía sobre una de las muñecas de Connie.
Y se levantó apartándose hacia la otra jaula. Porque repentinamente se había dado cuenta de que la antigua llama despertaba y se apoderaba de sus caderas, aunque la había creído dormida para siempre. Luchó contra ello, poniéndose de espaldas a Connie. Pero seguía descendiendo y descendiendo por sus piernas hasta llegar a las rodillas.
Se volvió a mirarla de nuevo. Estaba arrodillada , extendiendo lentamente las dos manos hacia delante, sin mirar, para que el polluelo pudiera volver con la gallina madre. Y había un algo tan silencioso y desamparado en ella que sus entrañas ardieron de compasión hacia Connie.
Sin ser conciente de ello, volvió rápidamente a su lado, se agachó de nuevo junto a ella, y cogiéndole el polluelo de las manos al darse cuenta de que la asustaba la gallina, lo devolvió a la jaula. En el dorso de sus caderas el fuego se encendió de repente con una llama más viva.
La miró apasionadamente. Su cara estaba vuelta al otro lado, y lloraba de forma ciega,con toda la angustia desesperada de de su generación. Su corazón se fundió repentinamente como una gota de fuego y extendió la mano, poniendo sus de dos sobre la rodilla de ella.
-No debe llorar- dijo suavemente.
Pero ella se llevó las manos a la cara y se dió cuenta de que su corazón estaba realmente destrozado y que ya nada tenía de importancia.
Él puso la mano sobre su hombro, y suavemente, con ternura, empezó a bajarla por la curva de su espalda, ciegamente, con un moviemiento acariciador, hasta la curva de sis muslos en cuclillas. Y allí, su mano, suavemente, muy suavemente, recorrió la curva de su cadera con una caricia ciega e instintiva.
Ella había encontrado su minúsculo pañuelo y trataba de secarse la cara.
-
-¿Quieres venir a la choza?- dijo él con una voz apagada y neutral.
Y aferrando suavemente su antebrazo con la mano, la ayudó a levantarse y la condujo lentamente hacia la chozasin soltarla hasta estar adentro. Luego echó a un lado la mesa, y la silla y sacó del cajón de herramientas una manta marrón del ejército, extendiendola lentamente. Ella le miraba a la cara y permanecía inmóvil.
La cara de él estaba pálida y sin expresión , como la de un hombre que se somente a la fatilidad.
-Échese ahí- dijo con suavidad, y cerró la puerta. Todo quedó oscuro, completamente oscuro.
Con una extraña obediencia ella se echó sobre la manta. Luego sintió la mano suave, insegura, desesperadamente llena de deseo, tocando su cuerpo, buscando su cara. La mano acarició su cara suavemente, muy suavemente, con una infinita ternerua y seguridad, y al fin sintió el contacto suave de un beso en su mejilla.
Ella permanecía silenciosa, como durmiendo, como en un sueño. Luego se estremeció al sentir que su mano vagaba suavemente, y sin embargo con una extraña impericia titubeante, entre sus ropas. Pero la mano sabía cómo desnudarla en el sitio deseado. Fue tirando hacia abajo de la fina envoltura de seda, lentamente, con cuidado, hasta abajo del todo y luego sobre los pies. Después, con un estremecimiento de placer exquisito, tocó el cuerpo cálido y suave, y tocó su ombligo durante un momento en un beso. Y tuvo que entrar en ella inmediatamente, penetrar la paz terrena de su cuerpo suave y quieto. Para él fue el momento de la paz pura la entrada en el cuerpo de la mujer.
Ella permanecía inmóvil, en una especie de sueño, siempre en una especie de sueño. La actividad, el orgásmo, era de él; sólo de él; ella no era capaz de hacer nada por sí misma. Incluso la firmeza de sus brazos en torno a ella , hasta el intenso movimiento de su cuerpo y el broto de su semen en ella reflejaban en una especie de sopor del que ella no quiso despertar hasta que él hubo acabado y se reclinó sobre su pecho jadeando dulcemente.
Entonces se preguntó, sólo vagamente, se preguntó ¿por qué? ¿por qué era necesario aquello? ¿por qué la había liberado de una gran nube que la encerraba y le había traido la paz? ¿Era real? ¿Era real?
Su cerebro atormentado de mujer moderna seguía sin sonrojarse. ¿Era real? Y se dio cuenta de que si se entregaba al hombre era algo real. Pero si reservaba su yo para sí misma era nada. Era vieja, se sentía con una edad de millones de años. Y al final ya no podía soportar la carga de sí misma. Estaba allí y no había nada más que tomarla. Nada más que tomarla.
El hombre yacía en una misteriosa quietud. ¿Qué estaría sintiendo? ¿Qué estaría pensando? Ella n o lo sabía. Era un extraño para ella, no le conocía. Sólo tenía que esperar, porque no se atrevía a romper su misterioso silencio. Estaba echado allí, con sus brazos en torno a ella, su cuerpo sobre el de ella; su cuerpo húmedo tocando el suyo, tan cercano. Y completamente desconocido. Pacificamente sin embargo. Su misma inmovilidad era tranquilizante.
Lo supo cuando por fin se levantó y se separó de ella. Fue como una deserción. Le bajó el vestido hasta las rodillas y permaneció en pie unos segundos, aparentemente ajustándose su propio ropa. Luego abrió la puerta con cuidado y salió.
Ella vio una luna pequeña y brillante que dominaba la luz del atardecer sobre los robles. Se levantó rápidamente y se arregló; todo estaba en orden. Luego se dirigió hacia la puerta de la choza.
La parte inferior del bosque estaba en penumbra casi en oscuridad. Pero arriba el cielo era claro como el cristal, aunque no emitía apenas claridad alguna. Él se acercó entre las sombras con loa cara levantada, como una mancha pálida.
-¿Le parece que nos vayamos?
-¿A dónde?
-La llevaré hasta la cerca.
Ordeno las cosas a su manera. Cerró la puerta de la choza y la siguió.
-¿No lo lamenta usted?- preguntó mientras andaba a su lado.
-¡No! ¡No! ¿Y usted?- dijo ella
-¿Eso? ¡No!- dijo. Luego, tras una pausa, añadió-: Pero está todo lo demás.
-¿Qué es todo lo demás?- dijo ella.
-Sir Clifford. La otra gente. Todas las complicaciones.
-¿Por qué complicaciones? dijo ella desengañada
-Siempre las hay. Para usted y para mií. Siempre hay complicaciones.
-¿Y usted lo lamenta?
-¡Por un lado sí! contestó él mirando al cielo-. Creí que me había librado de todo esto. Y ahora he vuelto a empezar.
-¿Empezar qué?
-La vida.
-¡La vida!- repitió ella como un eco con un raro estremecimiento.
El amante de Lady Chatterly, D.H. Lawrence.
greetings to you, Mr President.