El proto-übermensch fue durante los tiempos de Nietzsche el artista moribundo. Para Nietzsche, la creación artística era el motor que movía los engranajes de la humanidad. Una persona que renunciaba al bienestar, a un trabajo rutinario, a un salario estable y a una vida monótona; y en cambio se dedicaba de lleno a la creación artística aún si eso le valía vivir como un moribundo en la calle, éste era acaso la definición prístina del superhombre. Así, Nietzche creía que la adversidad era el combustible de tal motor, la rutina y la zona de bienestar: sus detractores. Esta afirmación se extiende a aquellos vicios que nos hacen evadir la dura realidad y sumirnos en el bienestar aun temporalmente, como el alcohol o los videojuegos.

Para mí, el último hombre es el estereotipo del oficinista: un hombre joven, moderno y bien parecido que amasa pequeñas fortunas gracias a su estilo de vida rutinario. Trabaja como ingeniero, tal vez como contador, y cuando al fin encuentra tiempo para salir de la oficina se sumerge en placeres sucintos, como videojuegos en línea, o fiestas con drogas duras. No viaja, prefiere no experimentar nada fuera de su limitada comodidad, y nunca dispone su vida al peligro de enfrentarse a las verdades esenciales de la vida, pues no alaba a Thoreau, alaba a Sócrates, quizá a Hegel.

Último hombre es aquel engendro que evade la adversidad.